La crisis ocurrida en este oscuro mes de la historia argentina no fue un hecho casual ni encuentra sus causas en un pasado inmediato a su estallido. Entre los factores que se conjugaron para que el desastre fuera el único devenir posible, la problemática de la deuda externa ocupó un lugar central.
Para sostener la convertibilidad –plan económico que, especialmente desde mediados de las 90, fue promotor de una expansión de la brecha social- fue necesario ingresar en un esquema de intenso endeudamiento externo, hecho que, sumado a los repetidos déficits fiscales y de la balanza de pagos, llevó a la república a una crítica situación de insolvencia.
Ante este desolador panorama, el gobierno de la Alianza UCR-FrePaSo intentó aliviar la situación con la negociación del Blindaje –un préstamo de U$S40.000 millones que no llegó a concretarse por no cumplir la Argentina con las condiciones de ajuste impuestas por los acreedores- y del Megacanje –un acuerdo en virtud del cual se extendieron los plazos de los vencimientos de la deuda a cambio de un aumento de más de U$S55.000 millones en el pasivo nacional-.
Dichos intentos fueron fútiles para evitar la insolvencia estructural, por lo cual el gobierno adoptó la medida del Corralito, que despertó un encono social que generó una sucesión de hechos icónicos entre los cuales se cuentan el cacerolazo, el decreto del estado de sitio, la represión que se cobró más de 30 vidas y la renuncia del presidente Fernando De La Rúa.
El 23 de diciembre, el presidente provisional Adolfo Rodríguez Saá declaró la cesación de pagos, por lo que Argentina nuevamente entraba en default, tal como había ocurrido en los años 1890. El oriundo de San Luis fue uno de los cuatro presidentes en ocho días que tuvo la Argentina. Los otros fueron: Ramón Puerta, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde, quien decretaría la salida de la convertibilidad.