Cuatro años ya pasaron del día en que el Juez Thomas Griesa conminó a la Argentina a pagarle a los fondos buitre. Este fallo fue sumamente polémico, ya que los holdouts (es decir, los bonistas que no habían ingresado a los canjes propuestos en los años 2005 y 2010) constituían tan solo el 6% del grupo de acreedores al cual se habían destinado los canjes.
De acatar el fallo de Griesa, Argentina no solamente se habría tenido que enfrentar con el desafío que implicaba abonar la cifra estipulada por el juez (que era lo reclamado por los buitres), sino que habría abierto las puertas a un litigio con perspectivas lapidarias para la economía nacional; al encontrarse vigente la clausula RUFO –que establecía que ningún acreedor podría recibir compensaciones superiores a aquellas aceptadas por los ingresantes al canje, hasta el 2014-, el 94% de los bonistas habría tenido derecho a reclamar por el trato desigual recibido y a exigirle a Argentina que les abonara lo mismo que a los buitres.
Por lo explicado anteriormente, sumado a la consideración de que el fallo era injusto e insólito (incluso el Tesoro de los Estados Unidos se manifestó en contra del mismo), el Gobierno nacional se abstuvo de pagar lo decretado por el juez, entrando en un “default selectivo”.
El conflicto tardó dos años en llegar a su fin, cuando Argentina emitió en 2016 bonos de U$S 16.500 millones con el fin de saldar la deuda con los holdouts.
Este caso constituye un ejemplo paradigmático de cómo lo legal puede distanciarse de lo moralmente correcto, ya que por medio de instancias burocráticamente incuestionables se llegó a un fallo que privilegió los intereses de un grupo económico altamente especulativo por sobre los de una nación que, actuando de forma soberana, propuso un acuerdo cuyo nivel de adhesión deshecha las hipótesis por las cuales se victimiza a los acreedores.